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Era una cita

Exterior, noche.

Es un poco pronto, pero da igual; no suelo llegar tarde. En algún momento de la media noche tenía que salir. La calle me acoge con una brisa húmeda que cala los huesos. Me dejo caer cuesta abajo, por las calles empedradas y mojadas. Manos en los bolsillos, bufanda apretada, capucha echada. Cinco minutos después, comienzo a escuchar la campana de un tranvía, que repica sin parar como si tuviera la urgencia de llegar antes de tiempo.

Empieza a llover.

El cielo naranja deja caer pequeños gotas, casi insensibles, que van mojando, poco a poco, mi abrigo impermeable. La calle ya está mojada, todo se desliza en un dibujo que sólo puede ser visto desde el aire. Igual que las que caen en el rio, que las lleva hacia el mar, tan cercano, y hacia lo que haya más allá. Un poco más lejos no hay más suerte: la escultura del poeta, de color bronce, ataviada con sombrero y gabardina, no se mueve un pelo por la tormenta, aunque su taza de café hace rato que se ha desbordado.

Hace frio.

Estoy de pie, apoyado en la boca de metro, dejándome mojar por la bendita lluvia. Escucho el rumor de la gente, que no deja de pasar en todas direcciones. El frio hace que no deje de estremecerme ni temblar, aunque llevo cuatro capas debajo de mi chaqueta. Oigo a mis pies gritar congelados dentro de mis zapatos. Camino a lo ancho de la plaza, muevo mis brazos y mis hombros, intentando entrar en calor. Y yo sigo temblando. Aunque igual ahora no es por el frio.


Un estruendo.

Vuelvo mi cabeza al otro lado de la plaza, hacia el lado por el que he venido. Ruidos de frenazos y de metal roto han llamado mi atención. No veo nada; un árbol me tapa la visión, así que me acerco más. Al final del largo contemplo la escena: un tranvía ha embestido a un coche en la rotonda. Hay trozos de chapa, plásticos y cristales repartidos por toda la plaza. Nadie sale del coche, nadie sale del tranvía. Entre tanta gente que pasa, parece que nadie se da cuenta de lo que ha pasado. Corro para ayudar; apenas tengo que recorrer 100 metros. Cuando llego, el coche está vacío.


Incómodo silencio.

Estoy solo, parado en medio de la calzada. No se oyen gritos, ni sirenas. Sólo el rumor de la gente paseando, el viendo pasando entre las ramas de los árboles, y las gotas de lluvia que caen en el suelo. He superado el frio, me he olvidado de la lluvia y sigo temblando. Llamo a la policía, pero comunica. Los bomberos no me responden. Pruebo con otros números; todos me devuelven tonos. Confundido, levanto la cabeza, cuando la luz se acerca, viniendo desde la boca de metro. Mueve su brazo, saludando, y llega hasta mí casi corriendo. Conozco esa cara...

"Hola, ¿cómo estás?"

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